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¿Son muy graves las consecuencias del orgullo? 
¿HA TENIDO que tratar alguna vez con una persona que intentara a propósito hacerle sentir insignificante? ¿Ha sido, tal vez, su encargado, su jefe, su supervisor o quizá un pariente quien le ha mirado por encima del hombro y le ha tratado con absoluto desdén? ¿Qué opinión le mereció tal persona? ¿Le atrajo su personalidad? Claro que no. ¿Por qué no? Porque el orgullo levanta barreras y corta la comunicación.
El orgullo hace que las personas rebajen a su prójimo, de modo que ellas siempre parezcan superiores. Quienes tienen tal actitud rara vez dicen algo bueno de los demás. Siempre hacen algún comentario despectivo: “Sí, puede ser verdad, pero tiene tal problema o cual defecto”.
En el libro Thoughts of Gold in Words of Silver (Ideas de oro en palabras de plata), se dice que el orgullo es “un vicio que siempre resulta perjudicial. Echa a perder a las personas, y hace que se pueda admirar muy poco en ellas”. ¿Sorprende acaso que nadie se sienta cómodo con el orgulloso? De hecho, muchas veces, la consecuencia de tal defecto es la ausencia de verdaderos amigos. “En cambio —sigue diciendo la misma obra—, el mundo ama al humilde, no al humilde que se siente orgulloso de serlo, sino al que es humilde de verdad.” La Biblia dice acertadamente: “El orgullo del hombre le traerá humillación, el que se humilla alcanzará honores” (Proverbios 29:23, La Nueva Biblia Latinoamérica, 1989).
No obstante, de mayor importancia que el efecto del orgullo en la amistad o en los honores de los semejantes es su incidencia en la relación de la persona con Dios. ¿Qué opina él del orgulloso, el altivo y el presuntuoso? ¿Le importa el que seamos orgullosos o humildes?
Una lección de humildad
El escritor inspirado de Proverbios dice: “El orgullo está antes de un ruidoso estrellarse; y un espíritu altivo, antes del tropiezo. Mejor es ser humilde de espíritu con los mansos que dividir el despojo con los que a sí mismos se ensalzan” (Proverbios 16:18, 19). El caso del general sirio Naamán, que vivió en los días del profeta israelita Eliseo, confirma la sabiduría que encierran esas palabras.
Naamán era leproso. Su búsqueda de una cura le llevó a viajar hasta Samaria, creyendo que Eliseo le concedería una audiencia personal. Pero no fue así, sino que el profeta envió a su servidor con instrucciones de que Naamán se bañara siete veces en el río Jordán. Naamán se sintió ofendido por el trato que se le dispensó y el consejo que se le dio. ¿Por qué no había salido el profeta y le había hablado personalmente, en vez de enviar a su servidor? Además, cualquier río de Siria era tan bueno como el Jordán. Su problema era el orgullo. ¿En qué acabó todo? Afortunadamente para Naamán, triunfó el consejo más sabio. “Por lo cual él bajó y empezó a sumergirse en el Jordán siete veces, conforme a la palabra del hombre del Dios verdadero; después de lo cual su carne se volvió como la carne de un muchachito, y quedó limpio.” (2 Reyes 5:14.)
En ocasiones se consiguen grandes beneficios con simplemente un poco de humildad.
Las consecuencias de la arrogancia
No obstante, las consecuencias del orgullo pueden ser mucho peores que tan solo dejar de beneficiarnos de algo o de ganar alguna cosa. Hay otro grado de orgullo implícito en la palabra griega hybris (hubris). Según el helenista William Barclay, “hubris es crueldad y orgullo mezclados [...,] la arrogante soberbia que le induce [al hombre] a pisotear los sentimientos de sus semejantes”.
En la Biblia aparece un claro ejemplo de esta clase de orgullo desmesurado. Se trata del caso de Hanún, el rey de Ammón. La obra Perspicacia para comprender las Escrituras menciona: “Debido a que Nahás había manifestado bondad amorosa a David, este envió mensajeros con el fin de consolar a Hanún por la pérdida de su padre. No obstante, los príncipes convencieron a Hanún de que esta acción no era más que un pretexto para espiar la ciudad, de modo que humilló a los siervos de David, haciendo que les afeitaran la mitad de la barba y les cortaran sus vestiduras por la mitad hasta las nalgas, y luego los envió de nuevo a David”. Barclay hace la siguiente observación sobre dicho incidente: “Ese trato fue hubris. Fue insulto, ultraje y humillación pública, todo combinado” (2 Samuel 10:1-5).
Se ve, pues, que el orgulloso es capaz de ser insolente, de humillar a los demás. Disfruta lastimando al prójimo de manera fría e impersonal, y luego se regodea con el malestar y oprobio que le causa. Pero minar o destruir el amor propio de los demás es una espada de dos filos, pues resulta en perder a un amigo y, muy probablemente, ganarse un enemigo.
¿Cómo puede el cristiano verdadero tener tal orgullo hiriente siendo que su Maestro le mandó ‘amar al prójimo como a sí mismo’? (Mateo 7:12; 22:39.) Actuar así está, sencillamente, en contra de todo lo que simbolizan Dios y Cristo. Por esta razón, Barclay hace esta grave observación: “Eso es hubris. Esto es el hombre alzándose en contra de Dios, desafiando orgullosamente a Dios”. Este es el orgullo que dice: “No hay Jehová” (Salmo 14:1). O como se expresa en Salmo 10:4: “El inicuo, conforme a su altanería, no hace investigación; todas sus ideas son: ‘No hay Dios’”. Tal orgullo, o altanería, no solo nos aleja de los amigos y los parientes, sino también de Dios: una consecuencia muy grave.
No permitamos que el orgullo nos corrompa
El orgullo puede ser el resultado de muchos factores: nacionalismo, racismo, distinción de clases y castas, y la educación, la riqueza, el prestigio y el poder. De una forma u otra, el orgullo puede introducirse fácilmente en nosotros sin que nos demos cuenta y corromper nuestra personalidad.
Muchas personas parecen humildes cuando tratan con un superior o hasta con sus iguales. Pero, ¿qué ocurre cuando esa persona aparentemente humilde consigue un puesto de autoridad? De repente se convierte en un déspota que amarga la vida de sus supuestos inferiores. Puede ocurrir cuando alguien se pone un uniforme o lleva una chapa que indica que tiene poder. Hasta los funcionarios públicos pueden actuar con orgullo al tratar con el público, pensando que este ha de servirles a ellos, y no al contrario. El orgullo puede hacernos duros, insensibles; la humildad nos hace amables.
Jesús pudo haber sido orgulloso y duro con sus discípulos. Él era perfecto, el Hijo de Dios, y trataba con seguidores imperfectos, impulsivos e impetuosos. No obstante, ¿qué invitación hizo a los que le escuchaban? “Vengan a mí, todos los que se afanan y están cargados, y yo los refrescaré. Tomen sobre sí mi yugo y aprendan de mí, porque soy de genio apacible y humilde de corazón, y hallarán refrigerio para sus almas. Porque mi yugo es suave y mi carga es ligera.” (Mateo 11:28-30.)
¿Procuramos siempre seguir el ejemplo de Jesús? ¿O nos damos cuenta de que somos duros, inflexibles, déspotas, despiadados u orgullosos? Al igual que Jesús, tratemos de refrescar, no oprimir. Resistamos los efectos corruptores del orgullo.
En vista de lo antedicho, ¿es mala toda clase de orgullo?
El amor propio frente al engreimiento
Orgullo también se define como “amor propio, estima y respeto hacia uno mismo” (Diccionario Salamanca de la lengua española). Tener amor propio implica preocuparse de lo que otras personas piensan de uno. Nos preocupamos de nuestra apariencia y reputación. Hay un refrán castellano que dice: “Dime con quién andas y te diré quién eres”. Si preferimos relacionarnos con personas desaseadas, perezosas, ordinarias y malhabladas, nos haremos como ellas. Adoptaremos sus actitudes y, al igual que ellas, perderemos el amor propio.
Por supuesto, está el extremo contrario: el orgullo que lleva al engreimiento o la vanidad. Los escribas y fariseos de los días de Jesús estaban orgullosos de sus tradiciones y de su apariencia ultrarreligiosa. Jesús advirtió sobre ellos: “Todas las obras que hacen, las hacen para ser vistos por los hombres; porque ensanchan las cajitas que contienen escrituras que llevan puestas como resguardos, y agrandan los flecos de sus prendas de vestir [para parecer más piadosos]. Les gusta el lugar más prominente en las cenas y los asientos delanteros en las sinagogas, y los saludos en las plazas de mercado, y el ser llamados por los hombres Rabí” (Mateo 23:5-7).
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